El problema de las drogas. Capítulo II: Alguna historia de las drogas (se cierran las puertas del Edén)
Hay drogas que se quedan; y otras condenadas a ser fruto prohibido. Desde el ascenso del café del Infierno al Vaticano, la Corona británica como precursora del narcotráfico, hasta el fracaso de la Ley Seca en Estados Unidos; en este episodio abordamos la arbitrariedad cultural y religiosa con que se han cerrado las puertas del Edén.
En llamativa conexión con esta genealogía de las plantas aparece el principal mito cosmogónico sumerio, el de Enki y Ninhusag, que habla del paraíso (dildum) y su pérdida, acontecida cuando Enki, el «Señor de la tierra», se decide a «conocer el corazón de las plantas para determinar su destino», y va probándolas una a una. Esto acarrea la maldición de Ninhursag la diosa madre, que decide «no mirarle con el ojo de la vida». Una vez aplacada, Ninhursag hace nacer a una diosa de los brebajes (Ninkasi), que al fin cura al consumido Enki. De redacción muy antigua (no anterior al 2800 a.C.) y conservado en estado lacunario, el mito constituye claramente el germen del posterior relato bíblico sobre el árbol del Edén. Enki ultraja a Ninhursag probando los diversos frutos, tal como Adán y Eva ultrajan a Yahvéh comiendo la manzana prohibida
Con este otro fragmento de Historia general de las drogas, de Antonio Escohotado, iniciamos el segundo capítulo de la serie El problema de las drogas. Esta vez es el turno del lado oscuro y sangriento del elixir divino.
Bastante
hemos hablado ya de cuánto la humanidad ha aprovechado drogas como el alcohol,
el tabaco, la cocaína, el opio y la marihuana para alcanzar trances místicos,
elevar el espíritu en las celebraciones y sentir la lucidez propia de los prodigios.
Pero, para infortunio de los usuarios desmesurados, a menudo hay tinieblas
detrás de la elevación de los ánimos, secuelas fisiológicas detrás de la
alteración de los sentidos y lagunas de confusión en el horizonte de las mentes
expandidas.
“Primero tomas un trago, después el trago toma otro trago y al final el trago te toma a ti”, dicta la célebre frase de Francis Scott Fitzgerald, autor de El gran Gatsby. Una expresión fiel a la espiral adictiva que acompaña a las drogas y que las ha hecho, históricamente, objeto de estigma y persecución.
Sin embargo, las puertas del Edén de nuestra historia no siempre han sido cerradas por la desobediencia. Usted se sorprenderá, sin duda, al conocer el capricho con el que se han seleccionado los frutos prohibidos.
📻 Está leyendo una transcripción adaptada del podcast Apuntes de Fondo. Si prefiere escucharlo, dé clic aquí.
El café: drogas que se quedan
El café que muchos tomamos con la más alegre de las normalidades alguna vez les fue negado con severidad a muchas personas.
En África, continente de donde proviene el grano, su venta fue prohibida en 1511 por el sultán de El Cairo Kair Bey, quien consideraba ladrones a quienes lo bebían.
La prohibición se revertiría bruscamente sesenta años después, cuando la existencia de más de dos mil cafeterías, y el peculiar derecho de las mujeres musulmanas a pedir el divorcio si sus esposos no les permitían tomar café, daban testimonio del triunfo químico de la bebida sobre las imposiciones culturales.
Una historia similar se repetiría en Europa, adonde la cafeína llegaría producto del comercio con el continente asiático. Cuando el café llegó a Roma, la Iglesia Católica persiguió su consumo por considerarlo "vicio de musulmanes" y producto infernal.
Se cuenta que esta controversia se calmó cuando el papa Clemente VIII, advertido por sus allegados, lo probó, y expresó lo siguiente:
Esta bebida de Satanás es tan deliciosa que sería una pena dejárselas a los herejes. Debemos exorcizar al diablo y con el bautizo hacer de este brebaje un elixir cristiano
Posteriormente, el café chocaría con muros conservadores en Alemania e Inglaterra, derribados con el paso del tiempo desde una defensa de sus beneficios y la normalización de su consumo, que resultaría en la fama mundial, y hoy posiciona a la industria de su producción como una de las más exitosas del mundo.
Esto, sin embargo, no lo libra de la restricción. Una de las más conocidas es la autoimpuesta por algunos mormones, aclarada en publicaciones como el artículo de la revista Nueva Era, en su edición de agosto de 2019, donde encontramos el siguiente fragmento:
La palabra café no siempre está en el nombre de las bebidas de café. Por lo tanto, antes de probar lo que crees que es sólo un nuevo sabor a batido, aquí tienes un par de reglas generales: (1) Si estás en una cafetería (o cualquier otra tienda que es bien conocida por su café), la bebida que estás pidiendo probablemente tiene café, así que nunca compres bebidas en las cafeterías o siempre pregunta si hay café en ella. (2) Bebidas con nombres que incluyen café o caffé, moca, latte, espresso, o cualquier cosa que termine en -ccino por lo general tienen café en ellos y están en contra de la Palabra de Sabiduría.
Hoy, usted y yo somos libres de tomar esta droga sola y sin azúcar, o con leche, espuma y todas esas variaciones que el sufijo “ccino” trae a nuestro paladar —y preocupa a nuestro bolsillo—, o, por otro lado, somos libres también de evitar su consumo con un vaso de agua o de leche por motivos religiosos o culturales (como el anterior ejemplo de la iglesia mormona).
No obstante, esta es una realidad muy distinta a la de otras drogas, que han llegado a nuestros días con esposas, cárcel y extradición producto de una sucesión de eventos que no es posible entender sin contar, primero, la siguiente historia.
Las guerras del Opio
Son a dos guerras entre China y Gran Bretaña a las que se les conoce como "las guerras del Opio"; en estas, Gran Bretaña sería pionera al construir las primeras grandes redes del narcotráfico internacional, y además usaría esto como arma geopolítica y económica para sublevar a otro imperio.
La primera guerra tuvo lugar entre 1839 y 1842.
China, una economía de fuerte naturaleza agrícola que trataba de emerger en medio de conflictos internos, se encontraba, a finales de la década de los 30 del siglo XIX, en una posición de comercio notablemente favorable frente al Imperio británico.
Los chinos estaban recibiendo grandes beneficios al vender en el extranjero su titánica producción de porcelana, té y seda.
A esta bonanza en sus exportaciones, añadían la cereza del pastel: cualquier nación que deseara comprar sus productos, debía pagar por ellos únicamente con plata, metal cuya estabilidad en su valor garantizaba la solidez cambiaria en las transacciones.
Además, se añade a esta receta económica la casi nula intención de los chinos de adquirir productos del exterior (con especial desdén en la manufactura europea, y con un menosprecio, posteriormente fatal, a los productos británicos).
¿Por qué era este un menosprecio fatal?
Gran Bretaña era un importante comprador del té, la seda y la porcelana que China producía. Pero debía pagar por estos productos, que los chinos no tenían problema en seguir generando, con las reservas de plata, que sí que podían terminarse y debilitar la libra esterlina.
Los británicos, entonces, comenzaron a idear un plan para lograr que los chinos comprasen sus productos y, así, traer de vuelta a Londres la plata que se estaba gastando en Asia.
La respuesta a la disyuntiva inglesa florecería, de manera literal, en los campos de amapolas de la región de Bengala, perteneciente a la India y que estaba, para entonces, bajo dominio del Imperio británico.
En China, el opio se veía, se compraba y se consumía como una planta medicinal. Sin embargo, tras esta medicina había una droga altamente satisfactoria y adictiva; y basándose en esto, los comerciantes británicos pusieron a funcionar a tope la maquinaria agrícola de sus dominios en la India, e inyectaron con opio las arterias del comercio chino y del cuerpo de sus habitantes.
La sucia estrategia funcionó: el éxito del opio en China llevó a los campesinos adictos a gastar dos tercios de sus ganancias en el consumo de opio; y, lo que más interesaba a los ingleses, causó que el éxito de la droga llevase a los comerciantes chinos a comprar, con plata británica, el opio de los británicos.
Tal fue la magnitud de la crisis de opio en el país asiático, que los ingleses tuvieron que vender también el opio proveniente de Persia y del Imperio Otomano para satisfacer la demanda. Pero este exceso pronto llegaría a su límite.
La primera guerra del Opio
El emperador chino Daouang, al ver la grave situación en que se encontraba su pueblo, y resentir la desaparición de las ganancias del té, la seda y la porcelana, prohibió la venta del opio en 1839, sentando un precedente mundial en las políticas públicas respecto a las drogas.
Así, las autoridades chinas exigieron a los traficantes británicos que entregaran sus cargamentos de opio. Estos se negaron, y a consecuencia de ello vieron cómo sus barcos fueron incomunicados y un total de 20,000 cofres de opio fueron incendiados, ocasionando pérdidas de 5 millones de libras (para tener una idea, en 2017 esta suma equivalía a unas 302,085,000 libras).
Este duro golpe al narcotráfico británico culminó con la intervención militar de Gran Bretaña en China como respuesta; intervención que duraría hasta 1842 y culminaría con la rendición de los asiáticos, quienes, a través del tratado de Nankín, certificaron el final de la guerra, aceptaron abrir cinco grandes puertos chinos al comercio, entregaron Hong Kong a los ingleses, relajaron los impuestos a productos provenientes del exterior, pagaron el coste económico de la guerra y, por si fuera poco, indemnizaron a los narcotraficantes.
Pero el tratado de Nankín no sería suficiente.
La segunda guerra del opio
China... el pastel de los reyes y... de los emperadores. Henri Meyer, 1898. |
Esto llevó a los británicos a renegociar el tratado que puso fin a la primera guerra. Y los chinos, no contentos con las derrotas pasadas, se negaron, dando inicio a la segunda guerra del opio.
Entre 1856 y 1860, China se enfrentaría a una Gran Bretaña que en esta ocasión venía acompañada de una gran coalición internacional sedienta de poder; esta estaba formada por Francia, Rusia y Estados Unidos.
La victoria de la coalición fue inevitable, y culminó la guerra con las siguientes condiciones.
China abrió nuevos puertos al comercio, permitió a barcos comerciales navegar a través del importante río Yangtsé, legalizó el comercio de opio y pagó nuevamente por la guerra.
Una consecuencia interesante de esta guerra fue el surgimiento de una institución bancaria que gestionaría las ganancias del comercio del opio, la Corporación Bancara de Hong Kong y Shanghái (conocida en la actualidad por sus siglas en inglés HSBC y, dicho sea de paso, responsable en 2012 de lavar dinero proveniente de carteles mexicanos).
Volviendo al siglo XIX, mientras Estados Unidos se aliaba a los británicos para propagar el uso del opio en Asia, en casa se fraguaba el escenario para la prohibición de las drogas como la conocemos en la actualidad.
Prohibicionismo estadounidense: se cierran las puertas del Edén
Las drogas comenzaron a verse como un problema en Estados Unidos tras la guerra civil que sacudiría el país entre 1861, apenas un año después del fin de las guerras del Opio, y 1865.
La cocaína, de reciente creación y en pleno auge en Europa, era utilizada para elevar los ánimos de los soldados. Mientras que el opio y la morfina se usaban para atenuar el dolor y el estrés.
Fue cuestión de tiempo, y de abuso, para que los combatientes desarrollasen dependencia.
Tras el final de la guerra, la nación del norte comenzó a construir infraestructuras masivas que comunicasen al país. Para ello, tal es el caso del ferrocarril de la costa Oeste, fue indispensable la mano de obra de negros, mexicanos y chinos.
Pero en la tierra de la libertad y las oportunidades también persistía el racismo.
Rápidamente, los descendientes de aquellos europeos puritanos que huyeron de Inglaterra 200 años antes, colonizaron esa parte de América y mantuvieron una importante cuota de poder en la política estadounidense, comenzaron a ver con malos ojos el consumo de cocaína atribuido a los negros, el consumo de marihuana atribuido a los mexicanos y el consumo de opio atribuido a los chinos.
En 1875, esta última droga sería la primera en ser prohibida en Estados Unidos, específicamente en San Francisco, donde personas de mayoritario origen asiático organizaban fiestas, en las que el opio fumado atentaba contra la moral juvenil y, de paso, le servía a ciertos grupos para justificar su xenofobia.
En 1898, 23 años después de la prohibición del opio en San Francisco y a más de 13 mil kilómetros de América, Estados Unidos le arrebataba las Islas Filipinas a España, país que entregó también una población de filipinos adictos al opio, a los que mucho dinero habían sacado vendiendo licencias para su comercio.
Sin vacilaciones, los norteamericanos erradicaron inmediatamente los puntos de venta de opio y sus fumaderos "por resultar repugnantes para las costumbres y principios del gobierno".
Esta prohibición, sin embargo, no hizo más que aumentar el consumo de la droga; ante lo cual un grupo propuso volver a la legalización acostumbrada con los españoles.
En este punto de la historia intervendría una personalidad decisiva en el prohibicionismo internacional. El obispo filipino de la iglesia anglicana Charles Henry Brent.
"El opio nunca será nutritivo, señor presidente, mientras que el alcohol tiene un alto nivel de calorías", escribió Brent en una carta al presidente Theodore Roosevelt, quien, convencido por el obispo y por 30 millones de votantes conservadores, mantuvo la prohibición.
El obispo Brent, avante en la cruzada religiosa contra las drogas, presidiría la Conferencia Internacional sobre el Opio en Shanghái, China, en 1909, que realmente no tendría trascendencia diplomática alguna, aunque sí fijó las bases de la Convención Internacional del Opio, firmada en La Haya, Países Bajos, en 1912; acuerdo a través del cual los Estados firmantes se comprometían a regular el comercio de estupefacientes y restringirían su uso para fines médicos y científicos.
Mientras tanto, en Estados Unidos el rechazo a las drogas y su amenaza cultural contra los valores impolutos de esa sociedad llevó, por ejemplo, a la prohibición de fumar tabaco en público vigente en 12 estados.
Decisiva sería la intervención en la escena política del movimiento feminista y religioso de la Templanza, que luchaba contra la violencia provocada por los hombres que, en su mayoría, eran consumidores frecuentes de alcohol.
Este y otros grupos presionarían para la aprobación de la Volstead Act, conocida como la "Ley Seca" de 1920, que prohibió de manera federal la venta de bebidas alcohólicas.
La noche previa a la vigencia de la ley, Andrew Volstead, impulsor de la norma y cuyo apellido la titulaba, expresaría con entusiasmo su visión del futuro:
Esta noche, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación. El demonio de la bebida hace testamento. Se inicia una era de ideas claras y limpios modales. Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos; los transformaremos en graneros y fábricas. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno
Antes de la Ley Seca, había cuatro mil presos en las prisiones federales de Estados Unidos. En 1932, tras doce años de vigencia, la cifra casi llegaba a los 27,000 reclusos.
Tratar de enfrentar un problema de Salud Pública no con médicos, sino con policías, fanáticos religiosos y economistas mal informados ocasionó que Estados Unidos se llenase de bares clandestinos y alambiques ilegales, que a su vez llenaron de dinero los bolsillos de mafiosos como Al Capone y de sangre las calles de las principales ciudades, azotadas por un rejuvenecido crimen organizado.
"He dado al público lo que el público pide", declaró Al Capone al ser arrestado ya cuando la prohibición se había suspendido. Indicó, además, que nunca tuvo que enviar vendedores rudos a las negociaciones clandestinas, debido a una demanda alegre y masiva que lamentó no haber podido satisfacer en su totalidad.
Tras el fracaso de la Ley Seca y su derogación en 1933, había toda una estructura policial cuyo empleo dependía de la persecución de sustancias ilegales; y había, aún, millones de estadounidenses deseosos de ver tras las rejas a quienes corrompían la perfección idílica de su sociedad.
Así se oficializó, a través de distintas leyes y tratados, la criminalización de la marihuana, el opio y la cocaína (sí, aquellas drogas asociadas con mexicanos, asiáticos y negros), y posteriormente se fue añadiendo a esta lista todo estupefaciente no convencional que llegase a la atención de autoridades norteamericanas.
En el plano internacional la prohibición demoró un poco más en extenderse y adquirir más rigidez que en Estados Unidos.
Pero al terminar la Segunda Guerra Mundial en 1945, con las hegemonías mundiales completamente renovadas, nacería la Organización de las Naciones Unidas nada más y nada menos que en San Francisco, Estados Unidos.
La ONU, por supuesto, se hizo cargo del control internacional de las drogas, unificando las vagas y hasta contradictorias leyes preexistentes en el mundo sobre el tema, en aras de "la salud física y moral de la humanidad".
Progresivamente la burocracia antidroga de este nuevo orden mundial fue esculpiéndose con hitos como el de la Convención Única de Estupefacientes de 1961, y la creación a raíz de esta de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes.
Oficinas aquí, tratados allá y convenciones por acá. La cruzada contra las drogas para ese entonces no era sino un grito desesperado y bastante ignorado de los conservadores, los racistas y los religiosos.
Pero
un movimiento apabullante estaría a punto de poner todo de cabeza durante la
convulsa, revolucionaria y sobre todo psicodélica década de los 60, punto de
inicio de una era de narcotráfico, de la guerra más larga de nuestra era, y del
siguiente capítulo de El problema de las drogas,