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El problema de las drogas. Capítulo III: La guerra más perdida

La Guerra contra las drogas de Richard Nixon fue "declarada" hace ya 52 años. Desde su génesis, y a lo largo de sus cinco décadas de vigencia, los frentes de batalla han mutado tanto como sus héroes y villanos.

Guerra contra las drogas Nixon

Para él, salir a trotar por su exclusiva residencial en Tegucigalpa, la tramposa ciudad que lo amaba, no era otra cosa sino un recuerdo de la sencillez del mundo que se perfilaba a dominar.

Era un hombre del mar entre continentes; era un hombre de la tierra en Latinoamérica; pero sobre todo era un hombre del aire en Honduras. Y el 5 de abril de 1988, la brisa hondureña y matutina sacudiendo su ropa deportiva sería acaso el último recuerdo que tendría de su libertad.

Al regresar a su mansión, al narcotraficante internacional Ramón Matta Ballesteros lo estaban esperando policías y militares hondureños; lo que no era gran cosa, puesto que por sí solos no mordían la mano que los alimentaba. Su problema fue que también aguardaban por él cuatro mariscales estadounidenses, indiferentes a estar perpetrando una invasión en suelo extranjero, y decididos a secuestrar, pisoteando toda ley y tratado internacional, a un socio que se les había salido de las manos.

Lo que siguió fue un forcejeo, la reducción de un león capturado y la interrupción del silencio de la calle por las súplicas que apenas huían de la capucha con que le taparon la cabeza.

No me hagan esto, por favor […]. No me entreguen a los gringos […]. Yo no tuve nada que ver con esto […]. Déjenme ver a mis hijos por última vez […]. Ellos me van a matar

Para llegar a la importunada historia de Ballesteros, y de esa postal fatídica de los 80 en que posan con igual ímpetu la DEA, la CIA, los militares, los políticos y los capos, hay que retroceder 20 años, a la época agitada y colorida en que comenzó a erigirse una de tantas caídas para la humanidad.

📻 Está leyendo una transcripción adaptada del podcast Apuntes de Fondo. Si prefiere escucharlo, dé clic aquí

Los 60: la extensión de un imperio, la expansión de las mentes

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los estadounidenses se encontraron frente a un escenario internacional que les prometía tanto como les preocupaba: entraban al campo de juego con todo el poder que podía comprarles el verde de sus billetes, pero con la amenaza que para estos representaba el rojo de los panfletos que caían sobre las plazas de todo el mundo.

A la efervescencia izquierdista que les quería ganar buena parte del globo, los norteamericanos respondieron desde finales de los 40 con una política de intervención diplomática, ideológica y principalmente militar en conflictos como las guerras de Corea y Vietnam, y de apoyo a las dictaduras que florecían con su patrocinio en Latinoamérica.

A diferencia de la situación presentada durante la contienda internacional contra la Alemania nazi, esta vez había estadounidenses que, en casa, se oponían fervientemente a la guerra.

Esta oposición tuvo su auge durante los 60, cuando grupos denominados “de contracultura”, calificados de izquierdistas y compuestos mayoritariamente por estudiantes universitarios, protestaron masivamente en contra de las actuaciones imperialistas de su gobierno y otra amplia serie de políticas que habían significado el espectro de maniobra tradicional del Tío Sam puertas adentro y puertas afuera.

La ideología proguerra también se veía debilitada con los miles de veteranos que regresaban a su hogar con daños mentales y físicos irreversibles; y la cuestionada imagen que Estados Unidos daba al mundo al ser expuesta, por primera vez de forma masiva gracias a la televisión, la brutalidad con que se reprimía en suelo americano a las minorías raciales, con especial ahínco en la comunidad afroamericana, cuya implacable organización política representaba una amenaza al statu quo conservador de gran influencia en los estados sureños.

La sinergia de las drogas con estos tres grupos mencionados, que es lo que nos concierne en esta serie, fue un caldo de cultivo para las medidas drásticas que vendrían después.

En lo que respecta a los veteranos, estos encontraron el alivio a las secuelas de la guerra en drogas como la marihuana, la heroína (que se obtiene de la planta del opio) y el alcohol. Nuevamente, como ocurriese luego de la Guerra Civil en el siglo XIX, los soldados encontraron tras su servicio a la patria un abandono ensombrecido por la adicción.

Mientras tanto, en los guetos de todo el país la juventud negra, rodeada de pobreza, violencia y racismo, se entregaba a la amnesia de drogas como la heroína y la cocaína. Esta situación creó un ciclo de adicción, violencia y decadencia social que sirvió a algunos sectores para estigmatizar a esta comunidad.

La noción de una crisis nacional respecto a las drogas terminó por dibujarse con los movimientos de contracultura. Algunos hippies, como se autodenominaban sus miembros, practicaban y promovían el uso de drogas como la marihuana y el LSD.

Hacían énfasis, respecto a esta última y novedosa droga sintética, en su capacidad para expandir la mente y reestructurar las formas de pensamiento convencional.

Este nuevo abordaje de las drogas llevó, por ejemplo, a que fuese renombradas como "tecnologías extáticas" por Timothy Leary, doctor en psicología que promovía el uso del LSD desde tribunas universitarias como las de Harvard. Su aproximación a esta droga se resume en su libro La experiencia psicodélica, un manual basado en El libro tibetano de los muertos, de 1995, de donde extraemos la siguiente frase:

Por supuesto, la droga no produce la experiencia trascendental. Simplemente actúa como una llave química —abre la mente, libera el sistema nervioso de sus patrones y estructuras ordinarias

Si usted ha estado en clase, ya sabrá que toda esta irreverencia, decadencia y dependencia relacionada a las drogas chocaba con una fuerte estructura religiosa, racista y conservadora cuya influencia en el poder, y en el espíritu de los estadounidenses, gozaba ya de casi dos siglos de influencia.

Así es como aparece el nombre que marca un punto de quiebre en esta serie, y un antes y un después en la historia moderna.

"Queremos cerrar la brecha generacional, queremos cerrar la brecha entre las razas; y estoy confiado en que esta es una tarea que podemos asumir y en la que tendremos éxito". —Richard Nixon.

El 5 de noviembre de 1968, una América anarquizada escuchaba el discurso de victoria del republicano Richard Nixon, luego de que casi 32 millones de ciudadanos le otorgasen, a través de los votos, el cargo de presidente de los Estados Unidos.

Los 70: sabían que estaban mintiendo


El 17 de junio de 1971, 3 años después de asumir la presidencia, Richard Nixon declaró que la adicción a las drogas representaba el "enemigo número 1 de Estados Unidos".

En su icónico discurso, símbolo del vuelco político que el país más poderoso del mundo tomase sobre este problema, y que ha durado hasta la actualidad, habló de una estrategia agresiva que atacaría la producción de drogas en el exterior (que suplía a los adictos en territorio norteamericano), la ya mencionada —y para entonces más que trágica— situación de los veteranos y las estrategias de rehabilitación que eran necesarias para atender la crisis de salud pública a la que se enfrentaba el país.

Sobre esto último, pese al desenfreno y la histeria que algunos asocian con esta decisión de Nixon, su gobierno sí que tomó medidas, al menos inicialmente y dentro de Estados Unidos, para abordar esta problemática desde el prisma científico y sanitario. Aunque estos esfuerzos terminarían siendo, al menos para la época, tiempo y dinero de los contribuyentes tirado a la basura —o, mejor dicho, a la trituradora. Como ejemplo de esto, tenemos la lamentable historia del informe de la Comisión Shafer.

En sus esfuerzos para enfrentar y entender dicho problema, Nixon creó la Comisión Nacional sobre el Cannabis y el Abuso de Drogas, conocida como la Comisión Shafer, liderada por Raymond Shafer, antiguo gobernador republicano por Pennsylvania.

Cumpliendo su tarea con rigor, e incluso visitando diversas partes del mundo para ampliar la perspectiva sobre la marihuana, la Comisión presentó al presidente Nixon un informe que chocaría con sus expectativas.

Los expertos concluyeron, para sorpresa del mandatario, que el consumo moderado de cannabis no producía daños y su uso privado debía ser legal. Incluso señalaron la menor toxicidad que tenía la marihuana en comparación con sustancias permitidas y tradicionales en América, como el alcohol.

La ira de Nixon ante tales conclusiones, avanzadas para la época y en total contraste con sus pretensiones prohibicionistas, lo llevó a declararlas "antiamericanas", e incluso se recoge una expresión suya en la que sentenció: "Todos los desgraciados que están a favor de legalizar la marihuana son judíos".

Posteriormente, el presidente ordenaría la elaboración de una nueva investigación a manera de contrarréplica al informe de Shafer, titulada La epidemia de la marihuana y el hachís y su impacto en la seguridad de Estados Unidos, que, publicada en 1974, estaba llena de estigmas y especulaciones respecto al daño que podría ocasionar el consumo de la planta.

Siendo así las cosas en Estados Unidos, en el exterior las tareas de inteligencia contra el tráfico de drogas se le asignaron a la recién creada Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), que surgió para unificar y coordinar a varias agencias dedicadas al área con la predecesora Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas.

Acerca de las actuaciones que en México tuvieron los agentes antinarcóticos durante la década de los 70, el periodista Benjamin Smith relata, en un artículo para la revista Time de agosto de 2021, cómo estos recurrían, en complicidad con las autoridades mexicanas, a la tortura y asesinato de los sospechosos de traficar drogas; conducta que, con su drástica frecuencia, se alejaba de una verdadera actuación investigativa para desmantelar estas estructuras del crimen.

Smith escribe que, ante una audiencia durante una investigación cuyos documentos permanecieron clasificados hasta este siglo, uno de los agentes estadounidenses relató cómo, mientras estaba en una operación bajo el mando del futuro y célebre sheriff de Arizona Joe Arpaio, uno de sus colegas ordenó a otro disparar en la espalda a un sospechoso que huía; este último se negó, por lo cual el primer agente "vació su arma", según relató el testigo, "hasta que [el sospechoso] quedó hecho pedazos".

El agente que brindó este testimonio comentó, además, que escuchó rumores respecto a Arpaio pidiendo a sus superiores que este abuso de autoridad no fuese investigado, siendo su petición aceptada.   

Mientras la DEA evidenciaba heredar la corrupción de sus organizaciones pretéritas, Nixon rechazaba evidencia científica en contra de la prohibición y la policía se centraba en la detención de minorías y de políticos disidentes por posesión de drogas en Estados Unidos, en México se fortalecerían estructuras criminales que se alimentaban del mercado que esta nueva guerra estaba generando: surgían, con una fuerza que no ha sabido detenerse, los carteles de la droga.

El abandono por parte del Gobierno mexicano de las poblaciones del norte de su territorio, cuyo principal sustento provenía de la labor agrícola, ocasionó que en esa área del país el cultivo de la amapola y la marihuana se convirtiese en una fuente de trabajo imposible de rechazar.

Consciente de las fronteras del sur como foco del ingreso de drogas (específicamente de la marihuana), la administración Nixon ya había llevado a cabo la Operación Intercepción en septiembre de 1969. Centenares de vehículos que pasaban por los puntos de control fueron cateados en busca de drogas, en la primera gran maniobra de revisionismo de Estados Unidos hacia México.

Varios sectores de la sociedad mexicana reaccionaron descontentos ante la intromisión en su país de un gobierno estadounidense incapaz de reducir la demanda de drogas en su propio territorio.

Con estas quejas ignoradas, la década de los 70 siguió su curso.

Nixon, habiendo incubado el avispero del narco —más que dejarlo alborotado—, renunció a la presidencia en 1974 sabiéndose involucrado en el caso Watergate (una historia de corrupción aparte).

Le sucedieron Gerald Ford y Jimmy Carter, ambos presionados a continuar su legado en el nuevo frente, en el que aumentarían progresivamente el involucramiento militar.

Entre 1977 y 1979, en el ocaso de esta década de inflexión y durante la presidencia de Carter, ocurrió la operación Cóndor (que no se debe confundir con el Plan Cóndor, coetánea campaña de terrorismo de Estado también impulsada por los estadounidenses en Sudamérica).

En dicha operación se trató de erradicar a los grupos de narcotráfico que operaban en Sinaloa, Chihuahua y Durango, que componen la región conocida como el Triángulo Dorado.

Con esta operación, teñida de corrupción policial, no se logró más que producir lo que el doctor en derecho Jaime Gutiérres cita como el "efecto cucaracha", que hizo que los narcotraficantes Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero simplemente migrasen sus operaciones a Guadalajara, Jalisco, para ponerse a la vanguardia del crimen internacional armando una sociedad delictiva que se conocería a la posteridad como el Cartel de Guadalajara.

Paralelamente, en Colombia, bandas que se dedicaban, entre otras cosas, a la producción y distribución de drogas ya desde la década de los 20 (y que, según relata el historiador y economista Eduardo Sáenz, no eran actores pasivos víctimas del consumo norteamericano —como en el caso contrario de los mexicanos—), se configuraban para establecer los cimientos de carteles como los de Cali y Medellín.

Así, los 70 terminaban y se consagraban como la primera década en que se perdía la Guerra contra las drogas iniciada por Nixon, y cuya verdadera motivación fue señalada casi 30 años después por John Ehrlichman, uno de sus principales consejeros e igualmente involucrado en el escándalo de Watergate. Su declaración dada en una entrevista para Harper's Magazine en 1994, ampliamente citada cuando se habla de esta guerra, reza de la siguiente manera.

La campaña de Nixon en 1968, y la posterior Casa Blanca de Nixon, tenían dos enemigos: la izquierda antiguerra y las personas negras. ¿Entiendes lo que digo? Sabíamos que no podíamos hacer ilegal ni estar en contra de la guerra ni ser negro, pero al hacer que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizar severamente a ambas, podíamos irrumpir en esas comunidades. Podíamos arrestar a sus líderes, allanar su casas, interrumpir sus reuniones y vilipendiarlos noche tras noche en los noticieros nocturnos. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo acerca de las drogas? Por supuesto que lo sabíamos

Los 80, Reagan, Ballesteros y otros narcotraficantes

Nacido en Tegucigalpa, la capital de Honduras, se dice que Ramón Matta Ballesteros se crio como cualquier niño en sus calles, y que al crecer aprendió como nadie las pericias de sus callejones.

Un trotamundos del mal, allanó su camino en el crimen a finales de los 60 y durante toda la década de los 70. Erigió su perfil junto a los más grandes capos del hemisferio entrando y huyendo de cárceles de Estados Unidos, Colombia y España. Países que, por otro lado, se encargó de hermanar desde la droga, trazando rutas pioneras para el tránsito de estupefacientes de las selvas sudamericanas hacia las ciudades del primer mundo.

Llegada la década de los 80, ya tenía en su nómina a los altos mandos de las Fuerzas Armadas Hondureñas, estaba en el corazón de los pobres por su eterna disposición caritativa y apenas y causaba un disgusto en los cobardes líderes civiles.

Así, los altos réditos del narcotráfico le permitieron pasearse por su tierra natal centroamericana en completa impunidad pese a tener órdenes de arresto internacionales.

Su historia es similar a la de los tantos capos emergidos producto del catastrófico manejo de las drogas en Estados Unidos y la implacable corrupción latinoamericana. Y es la que más nos sirve para resumir esta década, por todas las cosas que supieron converger en ella.

Podemos empezar con el Cartel de Medellín, surgido en Colombia bajo el liderazgo de Pablo Escobar y que canalizaba el poderío agrícola de sus tierras (y la de sus vecinos Ecuador y Perú) exportando tonelada tras tonelada de la mejor cocaína del mundo.

La red continuaba con Matta Ballesteros, quien utilizó su inmenso conocimiento y poder en el área centroamericana para que esta sirviese de puente entre el sur y el norte, y así abastecer de cocaína al floreciente Cartel de Guadalajara.

El ya mencionado cartel mexicano ingresaba la droga a Estados Unidos.

En la nación norteamericana, la administración de Ronald Reagan, un político visionario que surcó por los caminos del periodismo deportivo, la actuación y la milicia antes de ser presidente, observaba con el ojo izquierdo la bacteria comunista que le disputaba contrarreloj la Guerra Fría, y analizaba con el derecho, viendo hacia abajo, una concatenación de selvas y avionetas que hacían fluir el oro blanco y el dinero como el agua.

Comunismo y narcotráfico fueron, entonces, dos problemas que podían atacarse el uno al otro, al menos a los ojos trasnochados de la Agencia Central de Inteligencia, la CIA.

Estados Unidos, que ya llevaba más de dos décadas lidiando con la Cuba comunista a menos de 700 kilómetros de Florida, ahora se enfrentaba al reto de su camarada, la Revolución Sandinista, liderando los destinos de Nicaragua desde 1979.

Pero había en estas tierras, a diferencia del caso cubano, un contingente armado decidido a retomar el poder para la conveniencia norteamericana: la Resistencia Nicaragüense, mejor conocida como Los Contras, financiados abiertamente con fondos del gobierno estadounidense.

La chequera del Tío Sam para apoyar a este grupo, sin embargo, fue frenada por el propio Congreso estadounidense en 1984 a través de la enmienda Boland, por lo cual personal de la CIA que apoyaba las acciones en Centroamérica tuvo que retirarse.

No contentos con esto, miembros de la CIA idearon un plan para que los dólares siguieran luchando contra el comunismo.  

Se planeó y se hizo. Matta Ballesteros, con la aerolínea hondureña SETCO, de su propiedad, pasó a ser un proveedor de peculiares servicios para la administración Reagan.

El Informe Kerry, realizado por miembros del Senado estadounidense y publicado el 13 de abril de 1989  en relación a este escándalo, detalla en su página 43 un pago por USD 185,925.25 (equivalentes a más de 500 mil dólares en 2023) directamente del Departamento de Estado a SETCO en 1986; aunque los favores al narcotraficante ya parecían evidentes 3 años atrás, en 1983, cuando la oficina de la DEA en Tegucigalpa fue cerrada tras iniciar investigaciones contra él.

La tarea de Ballesteros a cambio del padrinazgo: usar sus aeronaves para entregar suministros militares y humanitarios a Los Contras a través de más de un millón de entregas en la ruta Honduras-Nicaragua.

La recompensa: la obvia impunidad ante las fuerzas del orden y la libertad para continuar su negocio del narcotráfico.

Respecto al trasiego de cocaína de los carteles latinoamericanos a Estados Unidos, el involucramiento de la CIA como ente narcotraficante en este caso específico es un asunto que va develándose al lento ritmo en que se desclasifican más documentos de esa época.

Considero adecuado mencionar en este punto y como un breve apartado la valentía del periodista estadounidense Gary Webb, quien, en su serie de reportajes Dark Alliance (Alianza Oscura, en español), de 1996, acusó a la CIA de facilitar y proteger el negocio de la cocaína y el crack, surtido por el ya mencionado entramado de carteles latinoamericanos (con la excepcional adición del régimen de Manuel Antonio Noriega en Panamá), y dejar que floreciera en el sur de Los Ángeles, ocasionando la epidemia de crack que dañaría a la comunidad negra entre 1984 y 1990.

De esta bonanza de las drogas surgiría, según él, el dinero para patrocinar los pertrechos del conflicto nicaragüense.

Vilipendiado en su época por una investigación arriesgada y con ciertos excesos de pasión, la CIA se sirvió de grupos enteros de redactores del Washington Post, el New York Times, Los Angeles Times y otros medios de comunicación para tratar de desacreditar su trabajo.

Tras años de ver su carrera cercada hacia un ocaso prematuro, y cuando se disponía a realizar más indagaciones sobre el tema, el una vez ganador del Pullitzer fue hallado muerto en 2004 en su casa de California. Un suicidio, dijeron las autoridades, ocasionado por… dos balazos en su cabeza.

La desastrosa década de los 80 dejaría otro mártir: Enrique Camarena, agente de la DEA que habría sido secuestrado, torturado y asesinado el 9 de febrero de 1985 por, entre otros personajes, el agente de la CIA Félix Ismael Moreno, mismo que orquestó la captura y ejecución del Che Guevara en Bolivia, luego de que Camarena descubriese el involucramiento de la agencia de inteligencia en el negocio de la droga. Esto según las declaraciones que el periodista Jesús Esquivel recogiera de personajes como Phil Jordan, ex director del Centro de Inteligencia de El Paso (EPIC), Héctor Berrellez, ex agente de la DEA y Tosh Plumlee, ex piloto de la CIA.

Esta versión, también basada en revelaciones recientes, es completamente distinta a la manejada en los 80, cuando se acusó del hecho al capo Rafael Caro Quintero y, entre otras personas, a Ramón Matta Ballesteros.

"No me hagan esto, por favor […]. No me entreguen a los gringos […]. Yo no tuve nada que ver con esto […]. Déjenme ver a mis hijos por última vez […]. Ellos me van a matar", dijo el hondureño la mañana de  abril de 1988 en que fue capturado, casi dos años después de que la trama de la CIA —o parte de ella— fuese expuesta.

Ballesteros fue llevado a República Dominicana, primero, y a suelo norteamericano, después, donde se le encarceló por su alegada participación en el asesinato de Camarena.

Los días posteriores al secuestro, una multitud de estudiantes universitarios y otros ciudadanos, indignados por la violación de la soberanía nacional por parte de los mariscales estadounidenses, protagonizaron protestas que sacudieron Tegucigalpa y llevaron al Gobierno a declarar al país en Estado de Sitio.

El 7 de abril de ese año, en el punto álgido de las agitaciones, la embajada de Estados Unidos fue quemada y, con disparos provenientes del edificio, 5 estudiantes fueron asesinados. 

De los 90 a la actualidad

Álvaro Uribe y George Bush, expresidentes de Colombia y Estados Unidos, respectivamente.

El 20 de diciembre de 1989, la operación Causa Justa, del ejército estadounidense, invadió Panamá replegando en su territorio a casi 30 mil soldados, cuya principal misión era capturar al dictador Manuel Noriega y desmantelar su régimen, que, pese a haber colaborado por años con el gobierno estadounidense, y haber ayudado especialmente a la CIA en su lucha anticomunista en la región, le había declarado la guerra a los norteamericanos solo 5 días antes, negándose a las peticiones de estos de que entregase el poder a un gobierno democráticamente electo.

Con sus fuerzas militares reducidas rápidamente, Noriega se refugió en la embajada del Vaticano situada en Ciudad de Panamá, en un intento desesperado por no ser extraditado a Estados Unidos bajo acusaciones de tráfico de drogas.

Entonces, para quebrar su voluntad y obligarlo a salir de la embajada, los estadounidenses recurrieron a una técnica de tortura psicológica.

La canción Hello, it's me (Hola, soy yo, en español), de Todd Rundgren, posee una letra que sugiere la melancolía de una ruptura amorosa, en tanto que su música evoca una atmósfera calmada y triste, y pese a ello fue reproducida a todo volumen junto a casi 100 canciones más, a través de un sistema de parlantes que sonó las 24 horas del día por casi una semana, hasta que el general Noriega, un expreso amante de la ópera, decidió entregarse el 3 de enero de 1990.

Un trofeo más para las redadas antidrogas, quizás el más icónico de ellos, fue la captura y asesinato de Pablo Escobar el 2 de diciembre de 1993 en Medellín, Colombia.

Su historia, repetida innumerables veces en artículos, series, documentales y películas, no solo está plagada del mismo patrón de riqueza, corrupción y sangre que tanto se ha extendido en el continente americano y el resto del mundo; sino que también nos demuestra que asesinar o capturar a un capo no se acerca siquiera a eliminar el narcotráfico.

Para 1998, cinco años después de la muerte de Escobar, en Colombia se contabilizaban unas 80,000 hectáreas dedicadas al cultivo de coca; para 2022, 24 años después, esta cifra incrementó un 255 %, con la existencia de 204,000 hectáreas.

Mientras el trasiego de drogas se esparcía y desarrollaba por América, la década de los 90 vino, en Estados Unidos, con la entrada al mercado del OxyContin, un fármaco de la familia de los opioides que, con la venia de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés), fue recetado para “dolores leves y moderados” por doctores en todo Estados Unidos, pese a su fuerte componente adictivo.

La empresa productora del medicamento, Purdue Pharma, propiedad de la ahora infame y alienada familia Sackler, generó ganancias de 35 mil millones de dólares promoviendo la droga desde los consultorios médicos y a través de campañas publicitarias engañosas.

Los adictos a la oxicodona, el compuesto del OxyContin, pronto escalaron en su dependencia hacia la adicción a la heroína, y posteriormente esta adicción se trasladó a la necesidad de consumir opioides sintéticos mortales, como el fentanilo, de 50 a 100 veces más potente que la morfina y ahora producido y traficado por carteles en Latinoamérica.

De acuerdo a un reporte de la Comisión Stanford-Lancent sobre la Crisis de Opioides en Estados Unidos, unas 600 mil personas han muerto en el país norteamericano como consecuencia de esta vorágine de adicción.

Los Sackler se han defendido de la comparación que se les ha hecho con el capo de la droga Joaquín “El Chapo” Guzmán.

“No somos una organización ilegal de drogas, todo lo que hicimos fue bendecido por la FDA”, reza la cita que recoge de los Sackler el periodista Patrick Radden Keefe,

Los muertos también se cuentan por cientos de miles en Latinoamérica, con las cifras más alarmantes ocurridas bajo los periodos del Plan Colombia, en el país sudamericano, y de la Guerra al narcotráfico declarada en 2007 en México por el entonces presidente Felipe Calderón.

El Plan Colombia,  concebido en 1999, se ha servido de las mismas estrategias de erradicación de cultivos, intercepción de narcotraficantes y apoyo militar a las fuerzas del orden colombianas. A lo largo de su puesta en marcha, ha cobrado la vida de 450,000 personas, mientras 121 768 han desaparecido.

Por su parte, la guerra contra el narcotráfico en México, de similares estrategias y también acompañada por Estados Unidos, ha dejado alrededor de 350,000 muertos y 72,000 desaparecidos entre 2006 y 2021.

El 17 de junio de 2021, 50 años después del inicio de la Guerra contra las drogas de Richard Nixon, inmensidad de publicaciones condenaron el fatídico trayecto de esta estrategia como un fracaso, e hicieron énfasis en el costo de 1 billón de dólares que durante esas 50 décadas ha gastado en sus esfuerzos.

La respuesta a este caro y luctuoso problema sigue siendo una pregunta:

¿Hay otra solución al problema de las drogas en la actualidad?

Entre las posibles sugerencias que urgen nuestro mundo, el caso de las decisiones radicales que llevaron a Portugal a tratar con éxito inédito este problema es a menudo citado y estudiado como un posible camino menos sangriento y altamente efectivo para América.

El asombroso caso de Portugal, ciertamente, será el tema a tratar en nuestro siguiente capítulo.


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